Agradezco infinitamente al Universo por tener mi mente abierta!
Y sin duda a mis padres que me dieron la fuerza para animarme a pensar en libertad.
Conociendo nueva gente, compartieron conmigo esta nota, muy fuerte, pero imperdible, aca va:
“Para educar, es preciso encerrar”: he aquí la justificación más zafia
de la Escuela
y uno de los dogmas fundacionales de la Pedagogía. Legitimado
el encierro, los pedagogos podían definir su tarea: “amueblarlo”,
“amenizarlo”, hasta “camuflarlo”...
Pero la falsía es evidente: entre “educación” y “escolarización” hay una
relación compleja y una asimetría irreparable, que desautoriza toda pretensión
de identificación. No, no se encierra para educar. Se encierra para otras
cosas y se educa de muchos otros modos.
La educación pasa, ocurre, acontece. Ni siquiera es
“deconstruíble”, cabría sostener en jerga de Derrida. Así como no
podemos “desmontar” la
Justicia, y sí el Derecho, se nos escapa la Educación pero no la Escuela. La Educación está
siempre y en todas partes. Ya se la conceptúe como “moralización de las
costumbres”, como “socialización”, como “transmisión cultural” o como “proceso
de subjetivización”, la
Educación no cesa y nunca falta. Y tenemos “educadores
naturales”, como los padres; “educadores electivos”, como esos amigos que
estimamos y escuchamos con especial atención; “educadores fortuitos”, como
aquellas personas con las que chocamos y nos marcan duraderamente,... Y
se ha conocido la “educación comunitaria”, como la tradicional gitana, como la
que distinguía a las comunidades indígenas sudamericanas, como la que
fructificó, antes de la llegada de los occidentales, en África Negra... Y
existe la “auto-educación”, que opera a cada rato, cada vez que miramos,
escuchamos, leemos... sin directores. En este vasto campo,
dándose la Educación,
no aparece la Escuela...
Hay, además, otro tipo de educador, otra figura educativa, una figura
entre muchas y un tipo entre tantos: el “profesor”...
¿Qué es un profesor? Es verdad que se trata de un “educador”.
Pero concurre una circunstancia que lo particulariza y que lo desvela,
ostenta un rango exclusivo... Nos encontramos ante un educador mercenario.
“Mercenario” en la doble acepción del término,
política y económica. En lo político, se halla inscrito en la cadena de la
autoridad, aparece tal un eslabón en el engranaje del despotismo. Su
lema, en palabras de Julio Cortázar, sería este: “mandar para obedecer,
obedecer para mandar”. En lo económico, porque, como recordó Steiner,
proclama consagrarse a la
Causa Buena, a la Causa Noble, a la Causa Justa de la Humanidad y, a
continuación, pasa factura.
El “educador mercenario”, agente meretricio, se “desata” en la Escuela. Trabaja,
pues, para la escolarización, en y por el “confinamiento
educativo”.
La Escuela
(pública, moderna) surge en el siglo XIX para resolver un problema de orden
público, para amoldar el material humano a las exigencias de la
producción (la fábrica) y de la política (la democracia). Reforma moral de la
población, tendente a forjar “buenos obreros” y “buenos ciudadanos”: ese fue su
objeto. A partir de entonces, se abre una fisura descomunal, un hiato
mayúsculo, en la historia de la transmisión del saber y de los procedimientos
socializadores: se decreta la reclusión forzosa de la niñez y de la
juventud, su confinamiento “educativo”. Desde esa hora y hasta hoy mismo, el
“estudiante” se define como un prisionero a tiempo parcial.
Pero a la infancia no se la enclaustró, sin más, para “educarla”. Se la
encerró y se la encierra para otras cosas...
La Escuela
“sirve” para combatir y neutralizar las restantes esferas de transmisión
cultural, las vías alternativas de socialización de los saberes, como apuntó A.
Querrien -esferas y vías menos permeables a los proyectos
político-ideológicos de la institucionalidad, a las proclividades
adoctrinadoras del Estado. Como anti-calle, y para un mayor control de
la subjetividad, la Escuela
aspira a la hegemonía educativa.
La
Escuela secuestra también para conferir a la
“actuación pedagógica sobre la conciencia” la duración y la intensidad que
requiere a fin de constituir hábitos y estructuras de carácter
asimilados, y así lo denunció Bourdieu.
Y vale la Escuela, añadió Donzelot, para que la
población “interiorice” la preeminencia del Estado, organización que impone
el rapto temporal de la juventud y fuerza a los padres a cooperar en tal
captura y en tal retención.
He aquí los propósitos prioritarios de la encarcelación
intermitente...
Todas las escuelas conocidas y concebibles aceptan este horror del
encierro, esta miseria de la asistencia obligada. Da igual que se
prediquen “cristianas” o “libertarias”...
Las consecuencias sobre la
psicología infantil de esa consentida clausura nunca serán analizadas
con rigor desde los ámbitos académicos, pues manda la legitimación de la Escuela y para ella
trabajan nuestros psicólogos, nuestros psiquiatras y nuestros pedagogos.
“Apuntes de la casa muerta”, de Dostoievsky, obra que en
ocasiones se tituló asimismo “El sepulcro de los vivos”, arroja perspectivas
más esclarecedoras a propósito de las formas de mentalidad colectiva y del haz
de posiciones individuales de subjetividad que engendra todo dispositivo de
encierro y toda ingeniería carcelaria. Un ejemplo: los daños, sobre la
sensibilidad y sobre el comportamiento, de la privación de soledad, de
la imposibilidad de estar a solas, centrado en uno, a salvo de la mirada ajena
y de las pesquisas de los otros, privación que se daba en los presidios de
Siberia lo mismo que se da en nuestros centros “educativos”.
No es fácil hacer el mal a sabiendas. No es sencillo mantener
prácticamente “inmovilizados”, o “movilizados” bajo coacción, a un hatajillo de
niños-reclusos; hablarles de lo que muy a menudo no les interesa; obligarlos a
callar y luego obligarlos a hablar; evaluar su “escucha”, su “memoria”, sus “destrezas”; insultarlos desde la
impunidad (“insuficiente”, “muy deficiente”, “suficiente”), etc., y regresar
después a casa con la conciencia tranquila, el corazón intacto, la vida en
paz... Se requería una disciplina que administrara el auto-engaño
profesoral; que inoculara, a cada docente, esa dosis de “mentira vital” sin
la cual, como apuntó Nietzsche, ningún ser humano puede soportar su
jornada. Y apareció la
Pedagogía, para persuadir al profesor de que laboraba en pos
de la Causa Suprema
del género humano, de que contribuía sustantivamente a la mejora de la
sociedad, de que ejercía tal un vector de Progreso. Apareció, asimismo, para
“readaptar” la máquina escolar a las distintas etapas, económicas y políticas,
del Capitalismo; para “reformar” coyunturalmente los métodos, para optimizar
las labores “reproductivas” de la Institución.
Toda pedagogía se definió, desde entonces, por este lado, como un
“artificio para domar”, que diría Ferrer Guardia, y, por aquel, como “la
bella mentirosa”, título de una película francesa. Justificaba el encierro domesticador
y lo modernizaba.
Pedro García Olivo