Solemos pensar la infancia desde la idea que hemos construido, a lo largo de la propia vida, sobre lo que es un niño: representación forjada en base a la conjunción de lo que nos han transmitido, de las propias vivencias y de lo que la sociedad propone como modelo de niño. Pero esta representación de lo que se supone que debe ser un niño, de los niños ideales, choca contra los niños reales, de verdad, con los que nos encontramos cotidianamente. Y esto trae dificultades.
Un niño, en principio, es un sujeto en constitución que es parte de un mundo familiar, escolar, social. Y hay diferentes culturas, y diferentes espacios para el niño en cada cultura. Hoy existe una exigencia desmedida en relación a qué debería hacer todo sujeto en los primeros años de su vida. Así, se supone que debe poder incluirse en una institución a los dos años, debe aprender a leer y a escribir antes del ingreso a primer grado, debe soportar ocho horas de escolaridad a los seis años (a veces antes) y debe estar gran parte de esas horas quieto, atento y respetando normas.
Y no hay tiempo de juego. Suele haber espacios reglados para el juego, en momentos y espacios delimitados, pero no para jugar, libremente, solo o con quien se quiera jugar, sin adultos que reglen esa actividad.
Frente a esto son muchas las situaciones en las que los niños rompen lo esperable, rompen con ese ideal de niño.
Por otro lado, me parece que, en la época actual –que no es seguramente peor que otras pero tiene características específicas–, solemos lanzar a los niños a una excitación excesiva, sin sostén y sin posibilidades de metabolizar a través del juego lo que les pasa.
Esto determina ciertos funcionamientos que aparecen como patológicos y que no pueden pensarse sin tener en cuenta las condiciones familiares y sociales que los producen.
Así, ¿cómo entender que un niño repita las palabras de la televisión mucho antes que las de sus padres? ¿O que sean tantos los niños sobreexcitados, que hablan de sexo en términos pornográficos, aludiendo a imágenes vistas en Internet? ¿Cómo pensarlo sin tener en cuenta el exceso de “pantallas” en reemplazo a vínculos con otros?
Esto, en un mundo en el que los adultos también nos sentimos muy presionados, exigidos en exceso. Así, padres y docentes suelen suponerse fracasados si los hijos o los alumnos no cumplen con aquello que la sociedad demanda.
Hay una especie de enjuiciamiento mutuo, en el que tanto padres como maestros se suponen juzgados por el rendimiento del niño en la escuela. Se podría decir que el narcisismo de los padres y de los maestros se sostiene en el éxito de los hijos o alumnos, a la vez que éstos constituyen su imagen de sí en el vínculo con esos adultos. Así, el fracaso escolar de un niño sea vivido como un terremoto que no deja nada en pie, en tanto es un golpe también para padres y maestros.
Lo que prima es la idea de exclusión social y de un futuro incierto. Frente a esto, suele aparecer la necesidad de resolver todo rápidamente, sin dar lugar a la duda. Ese niño debe acomodarse, ya, a lo que se espera de él, de modo que todos recuperemos la tranquilidad perdida.
Diario Página/12, 20 de agosto de 2009. Buenos Aires, Argentina.
Por Beatriz Janin*
Por Beatriz Janin*
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